(15/07/21)
Trabajo como profesora en un instituto de Educación Secundaria. Como en cualquier otro ámbito, día a día, convivo con multitud de emociones desbocadas y desconocidas en la mayoría de los casos para los chicos y chicas. Cada jornada es una sorpresa, puede haber explosiones de rabia, reacciones incomprensibles que esconden miedo, vergüenza o desconcierto.
Los míos son alumnos y alumnas que han repetido curso y que andan con un pie y medio fuera del sistema educativo. Para nosotras, uno de los propósitos claros con este grupo es que puedan aprender a reconocer y expresar esa amalgama de emociones bloqueadas o disparadas que los hacen, muy frecuentemente, incapaces para otro tipo de tareas, incluso para relacionarse desde la amabilidad, el respeto o el apoyo mutuo. Con esta intención, entre diferentes actividades, técnicas y dinámicas, hemos probado con la meditación.
Las primeras veces costaba mucho que cerraran los ojos, aunque el silencio, sin embargo, no fue tan difícil. Fuimos sosteniéndolo con la tranquilidad de que quien no quisiera o pudiera mantener los ojos cerrados, no lo hiciera, pero sí los invitamos a que observaran eso mismo, qué les pasaba si cerraban los ojos. El objetivo, por encima de todo, era que respiraran y pusieran atención a qué les aparecía o cómo se sentían.
La opinión generalizada, al principio, fue que se ponían nerviosos, se les hacían muy largos los minutos, se dormían, se aburrían y se impacientaban, y también hubo quienes se relajaban. De vez en cuando lo hemos repetido, y poco a poco han ido entrando más, cerrando los ojos y manteniéndose ahí. Sinceramente, se crea un ambiente sosegado y se percibe una energía más grave de lo habitual, quizás sea el hecho de que todos estemos algo más presentes… No suelen querer compartir mucho después, si acaso alguna persona, pero no es general. Eso sí, hay ocasiones en que son ellos mismos quienes piden hacer relajación, y dedicamos unos minutos a ello todas las semanas.
A menudo he dudado, tengo que decirlo, de si estaba sirviendo o no la meditación, pero, al menos –pensaba– pueden desconectar de la actividad cognitiva incesante a la que están sometidos tantas horas seguidas durante toda la mañana, un día tras otro.
Hace unos días, me dice un alumno que quiere hablar conmigo. “¿De qué?”, le pregunto. “Te quiero hacer unas preguntas sobre la vida”, me contestó. Cuando tuve un hueco fui a buscarlo y nos sentamos a charlar. Me dice: “profe, que cuando hacemos la relajación esa de cerrar los ojos y respirar, yo me pongo mal, me agobio mucho… y no sé qué hacer”. “Mal cómo”, le digo, “explícame mejor”. “Pues que me vienen lágrimas a los ojos”. “Pues tal vez será que estás triste, entonces está muy bien que te salga ¿no?” “¿Y tú qué haces ahí?”, le planteo. “Pues lo paro, porque estoy en la clase y me da vergüenza. No me voy a poner a llorar ahí”. “Ya, claro, lo entiendo, pero es bueno que no cortes ese momento, que puedas sentir lo que te pasa y expresarlo, porque si no lo sacas…”, le contesto. “Lo sé”, me ataja. “Y lo he hecho en mi casa, me he puesto en mi habitación con los ojos cerrados y respirando… pero allí no funciona, solo me pasa cuando lo hacemos en la clase…”
Tiene catorce años. De ahí me ha hablado larga y detenidamente de la rabia que acumula y de que últimamente siente que no puede controlar. Hasta ahora se desfogaba en el gimnasio (hace boxeo), pero ahora ve que ya no es suficiente, que empieza a dominarlo y a cegarlo, me ha hablado de su madre y de su padre, especialmente de este último y ha visto cómo tiene sentimientos de odio, porque lo necesita mucho y no lo encuentra.
Me lo he imaginado en una casa con seis hermanos, los padres separados y en lucha, la habitación, el saco de boxeo, y él meditando para observar qué le pasaba y poder expresarse y dejar salir sus lágrimas. Me ha parecido tan conmovedor: que se emocione al meditar, que lo haya intentado en su casa solo, que le preocupe no conseguirlo, que se haya dado cuenta de que debajo de la tristeza hay rabia o viceversa, que le inquiete ser controlado por ella, que tenga claro de dónde le viene y por qué, que se haya atrevido a compartirlo… ¿No es para darle un abrazo? ¿No es para tener esperanza? Vaya, que tenía que contarlo. Que tiene catorce años. Y una pinta de “matoncillo” que puede asustar.
A veces nos preocupan los resultados, pero los tenemos delante y ni los vemos. Es el asunto de las semillas. Si pudiéramos verlas transformarse a través de la tierra todo sería distinto. Pero no es así. Y solo nos queda esperar.
Publicado por Ori Hernández (2/12/2015) en el blog de la Fundación Claudio Naranjo